lunes, 24 de septiembre de 2012

¿Para qué soñar?... la realidad es mucho más disparatada


"Las convicciones pueden volver ciego al hombre, y loco. Pueden devorar su corazón y convertirlo en una bestia" Sabias palabras de un gran hombre, cuyo nombre ya me cuesta hasta recordar…
“Palabras, palabras, palabas” que decía Hamlet, pero ¿hasta qué punto transforman el alma humana los ideales, hasta qué punto devoran su corazón?
La respuesta está en la historia, como me decía cierta profesora mía, en los libros de filosofía, en la literatura, hasta en la mayor y a la vez más horripilante, lúgubre,  terrorífica y abominable creación del ser humano: la televisión.
A lo largo de la historia encontramos convicciones que cambian las sociedades, políticas, economías… sin embargo algunas de ellas acaban convirtiéndose, mejor dicho, transformándose en monstruosas mareas destructivas que enfrentan a hombres contra hombres.
No está tan lejos el ejemplo si sabemos buscarlo, claramente podemos distinguir infinitas convicciones pasadas y presentes e incluso vaticinar algunas que aún están por llegar.
                     Podemos empezar nombrando aquellas que tanto bien han hecho al mundo, aquellas ideadas por nuestros ancestros, las que nacieron en la cuna de occidente: las convicciones griegas. Estas, de la mano de grandes filósofos como Sócrates, Platón, Aristóteles, Tales de Mileto o Epicteto, han cumplido un papel fundamental en la creación de las Polis, el Estado de Derecho o Democrático y de otras muchas culturas, además de la puramente mediterránea.
Otras, malogradas por personas poderosas, han acercado el mundo al abismo y lo han zarandeado hasta sembrar en él el desconcierto y la duda incluso sobre cuestiones básicas: la moral. Han llevado a cabo genocidios contra pueblos o, inclusive más a menudo, contra otras convicciones, enfrentadas, que se desgarran unas a otras hasta incluso tal punto, que al terminar el enfrentamiento ya ni se ha recordado el motivo que los llevó a tal, ni cuales eran los valores o ideas correctas y cuales las erróneas.
                   Es muy fácil caer o dejarse llevar por una convicción, encerrarse en ella, protegerla hasta la muerte… pero, ¿realmente merece la pena perecer por una convicción, por nuestra propia integridad? Desde luego eso debieron pensar aquellos que entregaron su vida por una causa, por una idea, que no ideología: los quinientos mil republicanos fallecidos durante la Guerra Civil Española, o los sesenta millones de chinos asesinados por Mao Tse-Tung durante la Revolución Cultural, como dijo V en “V de Vendetta”: “Nuestra integridad vale tan poco… pero es todo lo que tenemos, es el último centímetro que nos queda de nosotros, si salvaguardamos ese centímetro, somos libres”.
Todos ellos dignos de mención cedieron su aliento por algo en lo que creían, algo que se sitúa por encima de todos nosotros, o al menos así lo sentían.
Sin embargo, mucho más a menudo de lo que todos quisiéramos y claramente más veces de las que pensamos, ocurre que nos inculcan ideologías, que no convicciones, desde nuestras familias, pueblos o culturas. Nos bombardean de doctrinas, credos y religiones. Nos inundan de falacias políticas, capitalistas, demagogas y mentiras. No hay que confundir ideología, que es el conjunto de nuestro pensamiento, sopa de virtudes morales o inmorales, inclinaciones sociales y religiosas con convicción, no es lo mismo, ya que las ideologías cambian incluso a placer, pero de las convicciones se vive,  para los hombres las convicciones son el mismo oxígeno sin el cual nos marchitaríamos en este mundo de incoherentes.
                      Algunos incluso trafican con falsas convicciones. Utilizan trucos y engaños para someter a los pueblos y convertirlos en armas de sus ambiciones.
“Para escribir la historia hay que ser algo más que un hombre, pues quien se atreve a tomar la pluma de esta gran justiciera ha de estar libre de prejuicios, intereses y vanidades”. Esto dijo Napoleón una vez. Frente a las nobles convicciones se encuentra ese afilado trípode de los impuros para luchar por una causa, aquellos que caen en el error tan habitualmente que a menudo se preguntan dónde está la meta de todo hombre, aquella que hace ya tiempo les quedó diluida entre sus quiméricas verdades.
                      Pero a menudo nos dejamos gratamente embaucar por sentimientos, que nos iluminan y nos hacen extasiar: amistad, cariño e incluso amor. Son emociones, pasiones, entusiasmos, fogosidades, exaltaciones… Al fin y al cabo, todo aquello que nos completa, y que frecuentemente suelen ir acompañados de profundas convicciones, solemnes y desinteresadas, íntegras y duraderas hasta el fin de nuestros días. Pero hoy todo se transforma, se estira, se retuerce, se desfigura, hasta que llegamos a una sociedad artificial, un mundo hecho de papel de fumar.  Un lugar plagado de falsedades que a menudo se mediatizan a través de la “caja tonta” robándole el alma a la gente. Una sociedad en la que si se rompe una relación rápidamente se sustituye por otra sin tan siquiera pensar en darle arreglo.

                   Porque la falta de convicciones ha derivado el mundo en una inútil sombra de lo que fue, para provecho de pocos, con la ignorancia de muchos, y para la desgracia de todos.